Como no podía ser de otra forma, y como solía ocurrir en todas mis aficiones por variopintas que fuesen (grafitti, futbolín, artes marciales, fitness, submarinismo…) mi empeño por mejorar va en aumento y como el dinero no era un problema:
¿porque conocer el juego en vivo visitando un casino local, cuando podía cumplir el sueño de todo gambler?
Y así fue, es lo que tenía ser mi propio jefe, podía tomarme vacaciones sin tener que dar explicaciones a nadie (exceptuando a mi mujer, of course).
Contraté una estancia de 20 días, seguro médico (muy importante), compré una maleta, un portátil para que mi mujer comprobase vía web cam que nuestro amigo en común no tuviese signos de sufrir enfermedades contagiosas, un kit de viaje (antifaz, tapones, almohada hinchable, ipod, trankimazin) y después de 24 horas (Madrid/Philadelphia/Las Vegas), me encontraba en el aeropuerto americano soportando lo que no vemos reflejado en ninguna película y tu sistema auditivo acaba eliminado por propio instinto de supervivencia: el chirriante ruido de las tragaperras.
Efectivamente la maquinaria de contar billetes arranca en el propio aeropuerto.
Pequeño paseo en limousine y check in en el Flamingo, del grupo Harrah´s, ubicado como otros tantos en la arteria principal de la ciudad, Las Vegas Boulevard o más conocida como The Strip.
Elegido por su solera, es el descendiente directo del hotel que marcaría la era moderna de Las Vegas y el que fue considerado como más lujoso del mundo.
Ahora solo conserva el nombre y lo que también se repetirá durante toda nuestra visita, los colores horteras del original: The Pink Flamingo Hotel & Casino ó The Pink Swan para los aficionados al Grand Theft Auto.
3.626 habitaciones y tan solo 2.100 tragaperras, lo que os pone en contexto del concepto chirriante con el que arranco mi entrada.
Una vez acomodados y disfrutando en mi caso de una de las ventajas de tener horarios metabológicos caóticos como es el de no sufrir el jet lag, decidimos ir a cenar, descubriendo las primeras peculiaridades yankies.
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